Au bord d´une source


Una vez más el avión llegaba con cierto retraso.

Cierto, esa palabra que lo mismo valía una hora como seis, pero en el Ferenc Listz cuando las nieblas se ponen, te invitan a sobrevolar el imperio Austro Húngaro hasta tomar tierra.

Pero a él no le importaba, llevaba ni se sabe el tiempo esperando esos ojos; bueno, esperar no es el verbo, es navegar, navegar por esos ojos.

Zoltan era una especie de ser humano habitante de lo que él llamaba, el multiverso, un concepto peregrino que salió de no se sabe que novela de ciencia ficción.

Tras pasar por Bellas Artes y licenciarse con nota, empezó a dar clases de dibujo técnico a futuros ingenieros, esto le duró un par de meses, demasiado frío todo, muy alejado de lo bello del arte.

Puso una academia en una de las salas de su piso, con tal éxito, que el piso entero acabo siendo un pequeño Parnasillo con más de cincuenta matriculados, de hecho hasta se permitía el lujo de tener empleados, estudiantes de último curso de la facultad que echaban una mano a Zoltan por, la verdad sea dicha, un buen sueldo.

Buen sueldo, a ver, que para estudiantes bohemios de artes, más que suficiente para pagarse sus humos y sus pinceles.

La cosa del arte iba bien, lo que para sus profesores era una suerte de paradoja, para Zoltan era una rentable realidad.

Y además le enriquecía la parte intangible.

Europa y sus veinticinco años estaban ahí.

Y un otoño por delante.

Cosas de artistas, tomarse una estación sabática.

Italia muy bien, lo mismo Burdeos, no así tanto Oslo, su otoño favorito florecía en España.

En mitad de sus paseos, sacaba su papel y su carboncillo; pintaba con un arte que hasta las hojas caían más rápido para verle tocar óperas con sus pinturas.

Un parque por allí, un atardecer en El Retiro por allí, esa pareja en ese banco.

Con el viento de cara venía el aroma de algo más que bonito...

Y de repente esos ojos.

Profundos como su Danubio.

Dos luceros del alba.

Los planetas* jamás encontrados por el mejor de los astrónomos.

Mágicos, ideales para perderse hasta encontrarse.

No pudo parar de pintar, hasta tal punto que, ya sin pinturas, dibujaba sobre el papel con sus dedos.

Zoltan no sabía cómo, no sabía si era o no un sueño, pero de sus manos vacías salían los más bonitos colores sin asir lápiz alguno.

No sabía como se llamaba, ni cómo volver a verla.

Pero a él no le ha importado nunca.

Espera paciente todas las tardes en el aeropuerto el vuelo que viene desde Madrid.

Y navegarán juntos.

Sueños de artista.


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Aunque son mejores los de Supersubmarina.



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