Sueños rotos


La ciudad llevaba meses bajo un manto gris y plomizo.

Tristeza, impotencia y desesperación eran los 3 mandamientos del día a día de sus gentes.
El cierre de la mayor planta harinera de todo el noroeste del país, había dejado en la calle a prácitcamente toda la población, pues durante más de 3 siglos, la industria había dado de comer a sagas enteras.
La familia de Andrés estaba vinculada con el trabajo en la harinera desde hace siete generaciones.
Él desde muy pequeñito trazaba el mismo camino para volver de la escuela a casa, salía corriendo de clase para ir a buscar a papá a la salida del trabajo, y asi también poder oler el pan recién hecho que se elaboraba en una de las salas de la inmensa instalación.
Andrés y su padre hacían el trayecto juntos hasta casa, derrochando cariño a cada paso.
Pasaban siempre delante de uno de los comercios del barrio, uno de los establecimientos históricos de su calle, dedicado a la fabricación artesanal de todo tipo de juguetes.

La tienda no era muy grande pero estaba llena de calidez hogareña, y siempre traía los últimos adelantos en materia juguetera.
Pero a Andrés los nuevos juguetes no le gustaban, él se quedad absorto viendo un simple juego de parchis para 8 jugadores, lleno de colores...era un arcoiris de madera que Andrés disfrutaba al otro lado de cristal.

El tiempo pasaba, pero Andrés y su padre seguían con su rutina habitual, y seguían acompañándose hasta casa, pero ya no hablaban sobre los juegos del patio del colegio...
Progresivamente, y al ritmo que el calendario marcaba, los primeros amores eran el tema de conversación, aderezados poco a poco con las ilusiones de Andrés por empezar el bachiller.
Pese a ser ya casi un hombre, un buen mozo, Andrés no podía dejar de pasar un día sin dibujar una sonrisa en su cara a ver su parchís, no tenía nunca intención de comprarle, creyendo que así no perderia su magia.

Las conversaciones hasta casa últimamente se convertía en un monológo de Andrés, que veía cómo su padre asentía a cada frase con la cabeza.
Poco a poco su padre fue enmudeciendo, hasta que una tarde, con la primavera próxima, confesó: iban a prejubilar a un buen número de trabajadores, y él estaba entre ellos.

Andrés ya estaba en la universidad, era un hombre muy culto, y eso le permitió relativizar la situación y tratar de hacer más llevadera la cruda realidad a su familia.
Su parchís de colores, que seguía al otro lado del cristal le servía a Andrés de improvisado diván en el que aliviar sus problemas.
Para su padre el trabajo lo era todo, y fue alarmante el tiempo que tardó en marchitarse en casa.

Andrés recordaba a papá cómo un hombre jovial y lleno de energía, ilusionado con su, pese a todo, rutinario trabajo.
La crudeza de la realidad que recorría la ciudad había llegado de lleno hasta los huesos de su padre.
Andrés trataba de evadirse de la realidad escribiendo en la revista de la facultad, por lo que además le abonaban una pequeña cantidad de dinero, que dedicaba sólo para ayudar con los gastos de casa.

Una tarde, regresando a casa en busca de los colores de su parchis, se estremeció al ver que ya no estaba, y había sido sustituido vilmente y sin pedirle a él permiso.
Subió a casa encogido, no sabía dónde agarrarse.
Al cruzar la puerta la situación no podía ser la peor para Andrés, su padre había empeorado desde la noche anterior, era un hombre marchito, sin la savia de antaño, que se apagaba poco a poco.

Los médicos se limitaban a prescribirle los medicamentos de rigor, pero no podían hacer nada ante la pena tan grande que dominaba al buen hombre.
Andrés aguantó estoicamente la lenta caducidad de papá, se negaba a vivir sin su trabajo, se sentía inutil, incapaz e impotente de dar a su familia el bienestar y la felicidad con la que la obsequiaba hace no mucho tiempo.

Una de las tardes, grises para no variar, el padre de Andrés le llamó desde la cama, haciendo un esfuerzo sobrehumano por articular palabra.
Apenas susurrba, pero Andrés entendió perfectamente el mensaje: "ese paquete tuyo es para ti".

Encogido y tembloroso Andrés abrió lentamente el papel que envolvía el paquete.
Le bastó con ver seis, de los ocho colores de la caja para incorporarse y dirgirse hacia su padre.

Andrés cogió la mano de su padre con fuerza.

Y acompañando a papá, lloro amargamente.

Comentarios

Srta. M ha dicho que…
En realidad por muy adultos que queramos aparentar...algo dentro se mantiene siempre con la fragilidad de un niño.

Y que dure...

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