Castillos de seda

Mis mañanas son iguales desde hace un año y medio, día arriba, día abajo.
Me levanto a las siete, e incluso antes, para poder llegar a las ocho al hospital.
Es mi segunda casa, bueno, es mi casa.
Hago un termo enorme de café con leche, llevo dos periódicos (tres si es domingo) y ocasionalmente una revista, todo esto, con el fin de lograr distraerme en ese cubículo blanco, aséptico, perfumado en dolor y en alcohol.
Los pasos que doy son lentos, en sintonía con mi mirada, dirigida hacia el suelo, hace tiempo vendí mis sonrisas para conseguir algo de dinero y así comprar otras más bonitas para dárselas todos los días a  mi mujer.
Ando con una mano en el bolsillo, apretando con mi axila la prensa; en la otra mano llevo la bolsa con el termo, pienso constantemente en lo que piensa la gente cuando me ve todos los días, vestido con los mismos ropajes y sentimientos.
Tardo unos veinte minutos en llegar al hospital, allí me siento, extrañamente, a salvo, no sé decir por qué.
No sé qué es de mi familia, ni de la de mi esposa, llaman de vez en cuando para ver cómo se encuentra Celia, pero no han venido ningún día al hospital a verla, a vernos; vendrán, de eso estoy seguro, con un bonito ramo de flores el día que bese por última vez a mi mujer.
Celia, que no sabe cómo se llama, ni cómo me llamo, tan pronto habla de sus nietos invisibles y a la vez del huerto de su tío en el pueblo, que sólo ella sabe dónde está.
Pasa la mayor parte del tiempo durmiendo, soñando, me gusta imaginar que está tratando de cazar al vuelo las mariposas de su memoria, pero con una red rota, ajada, llena de pequeñas brechas de tiempo y enfermedad.
Celia sonríe de vez en cuando, más que yo, mi risa se difuminó hace ya tiempo, se la di toda a ella, a mi ya no me sirve de nada.
La silla y yo somos uno, un sólo cuerpo, un solo ser, estamos mirando justo de frente a su cama, y allí pasamos, mi silla de hospital y yo, las horas, sin movernos, apenas sin gesticular, inertes.
No puedo curar a la gente, no soy médico, pero mi vida...esto no es vida.
El tiempo desnudará este jardín que un día fue rosaleda.
Mi amor, poco a poco va perdiendo sus hojas, su mente se ha vuelto de seda.
Cuando es mi cumpleaños o el suyo, la llevo un pastel y un albúm de fotos, las míramos juntos, yo la explico quién es quién en cada imagen, y ella se ríe, me mira y se ríe.
Luego enciendo la vela y soplo, Celia no sopla, ya no sabe.
Hoy he llevado un radio casette pequeño en la bolsa del termo de cafe, es nuestro cincuenta aniversario de bodas.
Después de la cena, cuando no me veía nadie, he cerrado la puerta de la habitación.
La música empezó poco a poco a pintar esas paredes blancas color mortaja.
He dejado la chaqueta en la silla y me he acercado a Celia.
La he dado mi mano,  he notado cómo dos de sus dedos se han agarrado, frágilmente, a mi muñeca.
-¿Bailas?

Comentarios

Miss O. ha dicho que…
...

[...jej...estoy entre decirte que es precioso o ponerme a llorar...así que lo dejo en suspense...]
Fernando García Pañeda ha dicho que…
Y tanto que tinieblas.
Me has jodido (con perdón) el día, pero me has alegrado la vida.

Entradas populares de este blog

Palabra de Dios(1) - Los días de colegio

Concerto nº2

Veranos de 40 dólares