Pausas y venidas


El poeta Luís García Montero, unas páginas más adelante de la primera de su libro “La Casa del Jacobino”, aconseja a los escritores “dos autobuses semanales y recorrer una carretera secundaria una vez al mes” para encontrar algo de inspiración.
Con el permiso virtual del poeta y escritor andaluz, añado a la lista, coger un tren los sábados por la tarde, cuando el sol vaya diciendo hasta mañana.
Ya de por sí, viajar en tren tiene muchos vasos de encanto, pero ojo, sólo modelos y máquinas diferentes a las de la alta velocidad, esas no valen, no tienen gracia pese a su contrastada eficacia.

Los trenes de sábado son los cacharros feos del servicio ferroviario, dan una sensación de grima espiritual, avanzan por la vía con pesadumbre y malestar, aunque no por ello están faltos de belleza.
Marchar en tren un día de estos da la oportunidad de tocar con certeza el espíritu plomizo de los domingos por la tarde un día antes.
En el mundo de los trenes, los sábados son domingos; en el mundo real, los sábados son sábados y los domingos, son domingos.

Los trenes de sábado suelen ir con poca gente, unos pocos elegidos; con cierta dosis de melancolía unos, solitarios en busca de nada otros, personas con aparente normalidad los de más allá y luego los de más acá, que no se pueden clasificar.
El traqueteo es más doloroso, se pueden oír los huesos quebrados de los trenes sucios de los sábados, achacosos, enfermos, realizando sus últimos servicios ocultos en las horas y en los billetes que casi nadie usa.

Apenas si se habla con el pasajero que tienes al lado, sobre todo por el hecho de que antes de buscar acomodo para el trayecto, oteas en busca de una atalaya vacía para generar tu burbuja de sábado por la tarde.
Tardes, esas de pan, nocilla y dibujos animados, que ahora, sobre una catenaria, se transforman, con el paso del tiempo, en ejercicios espirituales.

Se juntan en un solo espacio la obligación de parar y a la vez de estar en marcha.

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