Tres, ventanilla.


Soy un hombre de costumbres, sí.
Me levanto todos los días a las siete de la mañana, lo primero que hago es coger un rotulador rojo que tengo encima de la mesilla y tachar el día anterior, después, tranquilamente, cuento los días que quedan hasta acabar el año.

Después subo la persiana hasta la mitad, hice una marca en color negro para no pasarme de la que creo  es la altura justa y abro la ventana hacia la derecha, es una ventana corredera de doble cristal, roto por un lado,  que da a un patio de luces al que apenas me asomo, no me interesa lo que allí se respire.
Pasados diez minutos de las siete de la mañana, me preparo un café con una cucharada de azúcar y enciendo el canal uno, el único que hay, el que sólo da noticias.

Llevar una vida ordenada puede rozar la obsesión, pero no me importa lo que piensen, es más, creo que a la sociedad le iría mejor si fuera como yo.

En el comedor soy igual, también en misa e incluso cuando juego al bridge con mis compañeros del ala sur.
Cuando me dejan viajar mi modo de actuar es similar, siempre voy en autocar, única y exclusivamente en el de las once treinta, asiento tres “a”, ventanilla.

Nadie puede ni podrá ocupar ese espacio jamás, me corresponde por uso y costumbre.

Ese día, esa chica no lo entendió así.

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